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El oficio de consolar… mirar el día a día con el “examen”

Luis Raúl Cruz, S.J.

Centro Ignaciano de Reflexión y Ejercicios

El oficio es una tarea, una responsabilidad de aporte en el encuentro con el otro. Consolar es volver a construir, reafirmar, reconstruir, restablecer, tal como hizo Jesús con quienes habían compartido con el por los caminos de Galilea. El resucitado se toma la tarea de reconstruirlos desde dentro y en su propia realidad, los confirma en la fe que habían perdido, les despeja las dudas que se alimentaron por los miedos y el sinsentido. La presencia del resucitado los anima con su presencia, con la palabra que despierta el corazón, con los gestos del pan y del encuentro, los reúne nuevamente en medio de dudas y vacilaciones, y una vez más se va fortaleciendo la esperanza. La preocupación de Jesús por sus amigos, para que no se desintegre la comunidad, reafirmando y reestructurando las personas, para que se encuentren, ayuden, fortalezcan. Consolar es comprometernos con Jesús en el gozo de entregarnos a servir y a darnos como Él.

 

El oficio de consolar mueve a un compromiso real en la vida familiar, laboral y en la sociedad. Es allí el espacio para que el creyente, que ha venido creciendo en el conocimiento de Jesús, se haga hermano del otro, del pobre y necesitado, no sólo en la reconciliación como éxodo (salida de sí) de su mundo, sino en el encuentro gratuito de comunión de vida y aún de bienes. Es un salir de sí, para una entrega incondicional que lleva a la consolación al que está necesitado de liberación y redención. Es salir a hacer misericordia: ser samaritano de aquel que cayó en manos de los ladrones o está al borde de tantos caminos del mundo actual (Lc 10, 25-37), de tal manera que resuelve en la vida el examen final del amor, al hacer de la vida una ofrenda, guste o no, de colocarse a favor de o en función de otros que están en mayor necesidad, porque se hace hermano y prójimo porque se hace próximo (Mt 25,31-46).

 

El resucitado con su oficio de consolar, desencadena como efecto: fe en Tomás, esperanza en las mujeres, amor en Pedro… Ejercita el oficio propio de los amigos más íntimos y fieles que es el de consolar; pero desde su condición divina y desde la perspectiva de los planes de Dios para la historia de la salvación, porque ahora les catequiza sobre la necesidad de la cruz como camino para entrar en la gloria (Lc 24, 26), abriéndoles los ojos al plan misterioso de Dios y vinculando a todos a ser testigos. Igualmente regala el Espíritu (Jn 20, 22) y entrega la misma misión que él ha recibido del Padre (Jn 20, 21.23). 

 

La resurrección de Jesús trae consigo para sus seguidores la herencia del Espíritu, por eso, quienes son alcanzados por el resucitado experimentan que lo que antes les hacía ver la vida con temor, tristeza, en desánimo, cobardía poco a poco, se va transformado por la presencia del Espíritu nuevo, que cambia la manera de pensar, de sentir, de hacer, de ser, al igual que la semilla que crece por sí sola (Mc 4,26-29) se va dando una nueva manera de vivir y actuar en el mundo…  El centro es la persona Jesús -crucificado/resucitado- que consuela, anima y entrega como oficio hacer lo mismo que él: consolar a otros e inundar de la alegría de su presencia, ahora él es el Señor que une y centra al grupo en torno a él. Este oficio de consolar y de sentir los efectos por parte del seguidor de Jesús lleva a compartir bienes y corazón, porque se pierde el miedo y se quiere vivir la totalidad de la vida entregando lo que uno es y tiene. 

 

Por el oficio de consolar del resucitado, el compromiso es fuerte, exigente y complicado. Nos hallamos en el mundo de hoy, tan movido y conectado, pero con fallas grandes de “interioridad”, que hace florecer el egoísmo, vivir sin responsabilidades, ni compromisos, indiferentes a todo aquello que pueda comprometer e interpelar la vida, mucho empeño en asegurar la “felicidad” por los caminos avaros del amor propio… El encuentro con el resucitado y su oficio particular pasa por reorientar toda la vida y persona a Cristo resucitado, se trata de abrir el corazón hasta el asombro a un Dios que nos quiere mejores y más humanos, no se trata de “hacernos buenas personas”, sino de volvernos a Aquel que es bueno con nosotros, para descubrir el verdadero sentido y horizonte de la vida, porque a veces somos cristianos de nombre que de entrada pagamos por la intrascendencia.

 

El oficio de consolar del resucitado tiene como fin el que “vivamos una vida nueva” (Rom 6,4). Es la contrapartida a la muerte, la injusticia, la destrucción, partidismos, exclusiones, violencias. Antes que llegue el final de nuestra existencia, la muerte y el mal rondan invadiendo diversas zonas de nuestra existencia; la fuerza y poder del mal mata en nosotros la fe, desvaloriza la vida, acaba la confianza en la gente, siembra odio y división, llena de miedo y angustia y más cuando en un mundo de tanta tecnología y avance científico y técnico, progresivamente se va dando una incapacidad creciente para aquello que exija esfuerzo y compromiso generoso o valor para correr riesgos. Tal vez no lleguemos hasta extremos de no esperar gran cosa de la vida, ni de los demás. En estas situaciones críticas, complejas o exigentes se hace necesario abrirse a recibir el empujoncito del resucitado con su oficio generador de vida abundante (Jn 10,10) como creaturas débiles para renacer a la esperanza (Job 5,16) contar con toda esperanza, que nunca falla (Rom 5,5) puesto que toda la capacidad viene de Dios (2 Cor 3,5-6) El nos reviste de fortaleza, nos invita a ser sus amigos (Jn 15,16) y confía al colocarnos en su servicio (1 Tim 1,12). Nuestra fe no es convencional y vacía, de simple costumbre religiosa sin vida, de pura inercia y formalismo externo, letra “muerta”, sino que por la experiencia en nosotros contagiemos a otros de apertura la fuerza y acción de Cristo que posee de “resucitar lo muerto”.

 

 

A la luz del Peregrino del caminar gracioso

 

La experiencia de los Ejercicios Espirituales con sus diversas maneras de orar, nos llevan a ver que la contemplación, en la espiritualidad ignaciana, camina con dos pies: el de la oración y el de la acción. El resultado es caminar en el amor, manera de crecer en él, ya que el amor no crece «engordando» con dignidades al ser humano, sino haciéndolo salir de sí, del propio amor, de sus grandes intereses loables pero pequeños, de sus grandes amores que le encadenan el corazón; sino que lo pone en favor de o hacia los demás.

 

Muchas veces hemos hecho algo de los ejercicios. Ellos son toda una educación (ayuda para conducirse desde dentro) por medio de un proceso que se vive en diversas «etapas» por las que somos conducidos. Los frutos diarios son lo más importante. La manera de vivir esta toma de conciencia es a través de el examen de conciencia. Francisco nos invita a hacerlo cada día: «Pido a todos los cristianos que no dejen de hacer cada día, en diálogo con el Señor que nos ama, un sincero ‹examen de conciencia›» (Gaudete et exsultate 169).

 

Una de las tentaciones del mal espíritu contra este «examen de conciencia en diálogo con el Señor que nos ama» es no poder «nombrarlo como corresponde». En medio de la sociedad del afán, de la inmediatez y del cansancio, al final del día… plantear que una vez más, después de una historia de haber tenido o tener que dar tantos «exámenes» en la vida, hace que se sienta como una tarea no muy deseable al final de la jornada. “¡Encima de todo, un examen!"  Cuando ya estamos cansados y lo único que necesitamos es distraernos un poco y descansar.

 

Al terminar el día diré: antes de cenar (al volver del trabajo, por ejemplo o antes de preparar la cena), voy a hacer mi examen que es “Contemplación para alcanzar amor”.

 

  1. Hablo con Jesús o con nuestro Padre comunicándoles mis cosas y recibiendo las suyas: sus confidencias, su bondad, todo lo que tienen para decirme como amigos.
  2. Ver cómo el Señor puso su amor en mi día, más en obras que en palabras. Recuerdo cosas buenas que pasaron hoy, concretas y pequeñas como el pan o un saludo.
  3. Doy gracias por todos los beneficios que me hizo, por todo lo recibido. Lo haré no tanto «enumerando» -cosa que puede cansar a la larga- sino ponderando mucho alguna gracia grande y dejando que las otras se le peguen en torno, como a un imán que las atrae y las centra. Agradeceré hasta que mi memoria quede rebosada de la luz del agradecimiento, que dilata el corazón y encandila la mirada.

    Dar gracias purifica la memoria de todas las “frases aparentes (razones sutiles)” con que el mal espíritu pretende inundarla con sentimientos de fracaso, de culpa, de negatividad: “perdiste tanto tiempo”, “hiciste tan poco”, “tantas cosas salieron mal”…. La respuesta es ver como en el pasado está siempre la Misericordia del Padre…

  4. Miro mi presente, presto atención y noto cómo Dios «habita» en las personas que me encontré durante el día y con las que comparto la vida. Habita en ellas y eso se nota en sus «actos de santidad». Este es el punto que dice «mirar cómo Dios ‹trabaja› por mi -por nosotros- en todas las cosas. Es un ejercicio de reconocimiento del valor de lo que las creaturas «hacen por mí», de todo el trabajo que les doy, digámoslo así, y de lo que cada creatura «es» y vale por sí misma.

    Mirando hacia adelante, al futuro, haré un ejercicio de «humildad que se empeña», de reconocimiento de mis límites y de que «todo es posible para Dios». Esta mezcla de «mi medida potencia», como dice Ignacio, y de la «suma e infinita potencia de Dios», hace que uno pueda «dar un pasito adelante, real y concreto, siempre, en el amor.

  5. Reconocer la presencia y el trabajo de Dios en mi presente purifica de todo sentimiento o idea de soledad e inutilidad. Con Él nunca estamos solos, ningún pequeño esfuerzo es inútil. El acompaña y bendice nuestros pasos. Y si abrazamos la cruz del momento, si abrazamos “los clavos” en que la vida nos mete, Él convierte esa cruz en fuente y manantial de vida para los demás.

 

La esperanza que se alegra de la propia pequeñez y se fía totalmente de la grandeza de Dios purifica la mirada y el ánimo de todo descorazonamiento, de toda negrura de horizonte. Cuanto más pone uno el pie en la propia pequeñez y desde ahí alza la mirada al Cielo más se despeja el futuro y brilla la esperanza.

 

Termino mi contemplación para cosechar el amor del día con el ofrecimiento que dice:

 

“Tomad Señor y recibid, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y toda mi voluntad. Todo mi haber y mi poseer. Vos me lo diste, a Vos Señor lo torno. Todo es vuestro. Disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta”.


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