Somos estirpe elegida, sacerdocio real y nación consagrada

 Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.

 

Lecturas:

  • Hechos de los Apóstoles 6, 1-7
  • I Carta de san Pedro 2, 4-9
  • Juan 1-12

En su ministerio apostólico, Jesús tuvo dos grupos a los cuales dirigió sus enseñanzas. El primer grupo estaba constituido por las multitudes que lo seguían por la fascinación que ejercían sus enseñanzas, sencillas y profundas, que les tocaban las fibras más hondas del corazón; igualmente, se sentían atraídos por los milagros que hacía. El segundo grupo, mucho más reducido, lo constituían sus discípulos; poco a poco los fue formando; con ellos profundizaba los temas que había desarrollado en las parábolas y respondía a sus dudas

Recordemos que los discípulos solamente entendieron plenamente el alcance de las enseñanzas de Jesús después de la resurrección, cuando todos los acontecimientos fueron reinterpretados  por esta experiencia transformadora, y gracias a la sabiduría que les concedió el Espíritu Santo.

 

La escena que nos describe el evangelista Juan en el texto que acabamos de escuchar, muestra uno de los diálogos de Jesús con sus discípulos sobre un tema particularmente intenso: la especialísima relación entre Jesús y su Padre del cielo. En esta conversación, el evangelista llama la atención sobre los aportes de dos de ellos, Tomás y Felipe.

 

Lo primero que nos transmite el evangelista en su relato es el ambiente que se respiraba, que era tenso. Los discípulos estaban  nerviosos; y para tranquilizarlos, el Maestro les había dicho que no perdieran la paz. ¿Por qué habían de perderla? Porque Jesús había hecho referencia a su inminente partida; se había referido a la casa de su Padre en la que había muchas habitaciones; les anunció que les prepararía allí un lugar. Como es de suponer, todos estos anuncios del Señor los llenaron de preocupación. No entendían nada de lo que Jesús les decía. Por eso quiere aplacar los ánimos: “No pierdan la paz. Si creen en Dios, crean también en mí”.

 

Después de esta introducción general que nos permite conocer el estado de ánimo de los discípulos, el evangelista Juan introduce a dos protagonistas que serán clave para que Jesús siga avanzando en su conversación. Estos dos personajes son Tomás y Felipe, quienes hacen unos comentarios que nos sorprenden, pero que eran totalmente honestos.

 

Tomás exclama: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” En este momento de su proceso de maduración de la fe, ninguno de los discípulos del Señor tenía una idea clara hacia dónde conducía el camino de Jesús, el cual se verá brutalmente interrumpido el Viernes Santo. Esta intervención de Tomás da lugar a una de las revelaciones de Jesús que mejor ilumina nuestra existencia: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre si no es por mí”. Estas breves palabras de Jesús son fuente inagotable de contemplación.

 

Frente a nuestra libertad se abren muchas alternativas. Resuenan en nuestros oídos los cantos  de mil sirenas que nos ofrecen la felicidad. No nos dejemos distraer. Busquemos a Jesús  que es Camino, Verdad y Vida. En él encontraremos la satisfacción de todos nuestros anhelos.

 

Inmediatamente después entra en escena Felipe, quien hace una petición que conmueve por su ingenuidad: “Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta”. La respuesta de Jesús, que parece de gran sencillez, abre un horizonte infinito: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Es el misterio profundísimo de la relación entre el Padre y el Hijo. Estas palabras de Jesús apuntan a lo más hondo del misterio trinitario. Jesús, con sus enseñanzas y testimonio de vida, nos ha abierto esta ventana que nos permite avizorar la inmensidad del misterio por excelencia, el misterio de Dios, que es trino y uno.

 

Como lo recordábamos al principio de esta meditación, sólo logran captar el alcance de las palabras de Jesús cuando, llenos del Espíritu Santo, viven la alegría de la Pascua. Entonces Tomás, Felipe y los demás discípulos descubrieron, en la fe, la relación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

 

A esta comunidad pascual, cuyas mentes  y corazones han sido transformados por la acción de la gracia, el apóstol Pedro les dice en su Carta: “Ustedes son estirpe elegida, sacerdocio real, nación consagrada a Dios y pueblo de su propiedad, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable”. Y no solo los discípulos de Jesús integran esa comunidad de honor. Todos  los bautizados hemos alcanzado la misma dignidad, por los méritos de Jesucristo. De ahí surge la necesidad de anunciar a todos los pueblos esta maravillosa noticia.


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