Qué no nos incomode meditar sobre la muerte

 Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.

 

Lecturas:

  • Ezequiel 37, 12-14
  • Carta de san Pablo a los Romanos 8, 8-11
  • Juan 11, 1-45

Las lecturas de este domingo iluminan, desde la resurrección de Jesucristo, el misterio de la muerte, que tanta desazón nos produce. Según lo ponen de manifiesto las excavaciones arqueológicas, el culto a los muertos es una de las manifestaciones más antiguas de la cultura. Las diversas formas de enterramiento y los objetos que acompañaban al difunto son una fascinante ventana que nos permite descubrir, miles de años después, prácticas culturales, valores sociales, interpretaciones sobre el sueño de la muerte. La cultura egipcia, cuyos monumentos nos deslumbran, tenía como inspiración el mundo de los muertos. Cuando un nuevo faraón ascendía al trono, inmediatamente empezaban los diseños arquitectónicos y los cálculos matemáticos para el lugar de su descanso definitivo. Las preguntas alrededor de la muerte acompañan al ser humano desde el momento en que se encendió la chispa de la inteligencia

Después de esta reflexión introductoria, los invito a revisar el contenido de cada uno de los textos.

 

Empecemos por el libro de Ezequiel. Allí leemos: “Pueblo mío, yo mismo abriré sus sepulcros, los haré salir de ellos y los conduciré de nuevo a la tierra de Israel”. ¿Cuál es el alcance de la expresión “yo mismo abriré sus sepulcros”? Es importante anotar que  el pueblo de Israel, en su lenta maduración teológica, descubrió tardíamente la resurrección de los muertos. Recordemos que en tiempos de Jesús se escuchaban apasionados debates entre los que  afirmaban la resurrección de los muertos y los que la negaban. La resurrección de los muertos adquiere su sentido más pleno después de la resurrección de Jesucristo.

 

En su Carta a los Romanos, el apóstol Pablo  ilustra a la comunidad sobre la realidad de la resurrección de los muertos y lo hace dentro de un marco teológico trinitario: “Si el Espíritu del Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes, entonces el Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, también les dará vida a sus cuerpos mortales, por obra de su Espíritu, que habita en ustedes”. La presencia de la Trinidad en nosotros enciende un fuego que la muerte no puede extinguir.

 

Finalmente, centremos nuestra contemplación en el relato de la resurrección de Lázaro, una pieza maestra de humanidad y de teología de la esperanza. Empecemos por valorar el entorno afectivo de la casa de Betania, hogar de ese grupo familiar constituido por tres hermanos: Marta, María y Lázaro. Allí se vive la más cálida comunidad de amigos en el Señor. Jesús encontró en esta familia afecto, comprensión, clima de oración, apertura al plan de Dios. En  esa casa se refugiaba Jesús después de sus extenuantes correrías apostólicas.

 

Como es perfectamente natural, esta familia fue visitada, primero por la enfermedad, y luego por la muerte. En lugar de marchar apresuradamente para acompañar a su amigo Lázaro que estaba enfermo, el texto nos dice que “cuando se enteró de que Lázaro estaba enfermo, se detuvo dos días más en el lugar en que se hallaba”. Esta demora le costó un reclamo de las hermanas: “Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto nuestro hermano”. Lo que humanamente podría considerarse descuido o desinterés, tiene un sentido teológico muy diferente: “Esta enfermedad no acabará en muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”. Una cosa es la lógica humana para  interpretar los acontecimientos, y otra realidad diferente es la voluntad salvífica de Dios.

 

Este relato de la resurrección de Lázaro tiene dos momentos de particular intensidad afectiva: El encuentro con las hermanas y el llanto de Jesús. El corazón de Cristo es profundamente sensible ante el sufrimiento humano en todas sus manifestaciones. Por eso llora la muerte de su amigo. Jesús no reprime sus sentimientos ni los esconde detrás de una máscara de estoicismo. Jesús llora, y lo hace en público. La cultura patriarcal y machista que nos domina, considera que las lágrimas son un signo de debilidad. Por eso afirma dogmáticamente: “Los hombres no pueden llorar”. No nos dejemos condicionar por esta cultura que nos deshumaniza. No tengamos miedo a expresar nuestros sentimientos. No le tengamos miedo a las manifestaciones de afecto y ternura.

 

El clímax teológico de este relato es la afirmación de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Y confirma esta solemne declaración resucitando a Lázaro y reintegrándolo al mundo de los vivos.

 

Estas palabras de Jesús resuenan con particular intensidad en la comunidad apostólica que ha vivido la experiencia transformadora de la Pascua del Señor.

 

Esta revelación de Jesús, “Yo soy la resurrección y la vida”,  disipa todas las angustias que gravitan alrededor del tema de la muerte. Antes de Jesucristo, el-más-allá-después-de-la-muerte significaba oscuridad; a la luz del misterio pascual, ese más-allá-de-la-muerte significa plenitud de vida y amor.

 

Ya se acerca la Semana Santa, donde contemplaremos los misterios de nuestra redención. Para muchas personas, pensar en la muerte es profundamente incómodo. No le saquemos el cuerpo. Mirémosla a los ojos. Ella no es abismo sino puente


Escribir comentario

Comentarios: 0