Sean santos... sean perfectos

 Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.

 

Lecturas:

  • Libro del Levítico 19, 1-2. 17-18
  • I Carta de san Pablo a los Corintios 3, 16-23
  • Mateo 5, 33-48

Existe una fuerte conexión entre las lecturas del domingo anterior y las de este domingo. Hace una semana, meditamos sobre el comportamiento ético de los bautizados. Allí vimos cómo no podemos contentarnos con el cumplimiento de unos mínimos éticos establecidos por la ley, simplemente motivados por el deseo de evitar conflictos y demandas. Esta voluntad de ir más allá de los mínimos éticos y legales nos la enseñó Jesús con su generosidad sin límites.

Los textos bíblicos de este domingo nos invitan a avanzar por este camino. En el libro del Levítico, Yahvé le pide a Moisés que exhorte a la asamblea de Israel: “Habla a la asamblea de los hijos de Israel y diles: Sean santos, porque yo, el Señor, soy santo”. Y el texto del evangelista Mateo va mucho más lejos pues allí el Señor señala cumbres insospechadas: “Ustedes, pues, sean perfectos como su Padre celestial es perfecto”.

 

Nos sentimos profundamente impactados al leer estos textos, pues somos conscientes de nuestra condición de creaturas, nuestro pecado y la fragilidad de los proyectos humanos. ¿Por qué Dios, que conoce nuestra miseria y los límites de la naturaleza humana, nos dice que seamos santos y perfectos?

En el mundo de las empresas, los ascensos suelen ser un reconocimiento al desempeño que han tenido los empleados; es la llamada meritocracia. En el plan de salvación no cabe hablar de meritocracia porque la salvación no es algo que nosotros nos merecemos gracias a nuestros esfuerzos. Esta fue una profunda equivocación de los fariseos y doctores de la ley, que afirmaban que el cumplimiento estricto de los preceptos de la Ley les daba derechos y podían hacer exigencias a Dios. Los evangelios y las Cartas de san Pablo son contundentes en afirmar que la salvación es un don. No seremos santos y perfectos en virtud de los rezos, penitencias y prácticas piadosas. Lo seremos en la medida en que seamos dóciles a la acción del Espíritu Santo en nosotros.

 

Cuando el libro del Levítico recoge las palabras de Moisés (“Sean santos, porque yo, el Señor, soy santo”), hay que tener en cuenta que, detrás de esta afirmación está la teología de la creación, que nos enseña que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Por eso, los seres humanos somos, con el abismo infinito que separa al Creador de la creatura, reflejo de sus atributos.

 

Cuando el evangelista Mateo  recoge las palabras del Maestro, “Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto”, el contexto  teológico es diferente porque estamos en la plenitud de la revelación, ya que la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesucristo cambiaron radicalmente las relaciones entre el Padre y la humanidad; no somos siervos; somos hijos. Solo nos queda contemplar con asombro e infinito agradecimiento este regalo de la gracia.

 

¿Qué pistas concretas nos ofrecen los textos bíblicos de este domingo para poner en práctica estas invitaciones a ser santos y perfectos?

 

Según el libro del Levítico, esta invitación a la santidad se pone en prácticaconstruyendola vida sobre el amor: “Ama a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor”. Nos sorprende la sencillez y la profundidad de la propuesta. Cuando meditamos sobre la santidad, no debemos imaginarnos prácticas exóticas ni estilos de vida heroicos. Todos los cristianos estamos llamados a la santidad asumiendo con amor y responsabilidad nuestras tareas cotidianas en la familia, en el trabajo, en la vida ciudadana, en la comunidad eclesial. Se trata de buscar y hallar a Dios en todas las cosas.

 

En su I Carta a los Corintios, en el pasaje que acabamos de escuchar, san Pablo nos ofrece una imagen muy inspiradora para avanzar por este camino de la santidad y la perfección: somos templos de Dios. “Hermanos: ¿No saben ustedes que son el templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Quien destruye el templo de Dios, será destruido por Dios, porque el templo de Dios es santo y ustedes son ese templo”. Cuando viene a nuestra mente la imagen de templo, inmediatamente la asociamos con respeto, lugar de oración, comportamiento digno, manifestación de Dios…

 

Cuando san Pablo nos dice que “el templo de Dios es santo y ustedes son ese templo”, da un vigoroso mensaje sobre la dignidad del ser humano, la sacralidad de la vida, el respeto a uno mismo y a los demás.   Y también esa afirmación sugiere una manera de comportarse que los autores contemporáneos llaman la ética del cuidado. Esta expresión hace referencia a hábitos de vida saludable, la creación de entornos sociales que favorezcan el desarrollo de personalidades autónomas y responsables. Si tomáramos en serio esta ética del cuidado, serían muy diferentes las condiciones de vida de nuestras comunidades. Así  pues, esta afirmación de san Pablo según la cual somos templos de Dios, tiene profundas implicaciones en la vida de todos los días. Es un camino para avanzar hacia la santidad que nos propone la Sagrada Escritura.

 

¿Cómo podremos avanzar hacia la meta de la perfección, que nunca podremos alcanzar en esta vida, pero que será una realidad cuando disfrutemos la plenitud del amor en Cristo? La respuesta la encontramos en el texto evangélico que acabamos de escuchar: “Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo, diente por diente; pero yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo…” Como lo explicamos el domingo anterior, el comportamiento  ético de los bautizados no puede sentirse satisfecho con cumplir los mínimos que se exigen para tener una convivencia social civilizada. La vida cristiana no debe tener como inspiración el signo menos (-) del cumplimiento sino el signo más (+) del amor.


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