La liturgia de este domingo, un himno a la alegría

 Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.

 

Lecturas:

  • Profeta Isaías 35, 6ª-10
  • Carta del apóstol Santiago 5, 7-10
  • Mateo 11, 2-11

El desierto de Atacama, en el norte de Chile, es el lugar más seco del mundo. Los visitantes se maravillan ante un paisaje único, como si estuvieran en otro planeta, donde se combinan volcanes, salares y aguas termales. Cuando el fenómeno de El Niño altera el patrón de lluvias, fuertes aguaceros caen sobre su superficie y aparece una hermosa alfombra de flores de todos los colores, que supera la belleza de los tapetes persas y turcos. ¿Por qué es posible esta increíble explosión de vida? Porque en el suelo desértico existe un banco de semillas naturales que se mantiene latente y cobra vida con las lluvias. Este aparente paisaje de muerte y desolación, que es el desierto de Atacama, entona un canto a la vida

Esta imagen del desierto florido – como lo llaman los chilenos – vino a la memoria cuando leímos el texto del profeta Isaías, donde describe los tiempos mesiánicos: “Regocíjate, yermo sediento. Que se alegre el desierto y se cubra de flores, que florezca como un campo de lirios, que se alegre y dé gritos de júbilo, porque le será dada la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón”.

 

Todas las lecturas de este domingo están impregnadas del mismo sentimiento de alegría por la inminente venida de nuestro Salvador. La presencia del Mesías transforma la vida de la humanidad: el desierto florece y las lágrimas de los hombres se transforman en sonrisas. Ya hicimos referencia a la primera imagen, la del desierto que explota en mil colores.

 

Vayamos a la segunda imagen utilizada por el profeta Isaías: “Fortalezcan las manos cansadas, afirmen las rodillas vacilantes. Digan a los de corazón apocado: ¡Ánimo! No teman, he aquí que su Dios, vengador y justiciero, viene ya para salvarlos”.

 

La presencia de Jesús en medio de nosotros produce una transformación sustancial en la dinámica de la humanidad: lo que era desierto de la muerte se transforma en una explosión de vida; lo que era cansancio e impotencia se convierte en renovado vigor y entusiasmo.

 

Estos pensamientos optimistas deben acompañarnos a lo largo del tiempo de Adviento, cuando nos preparamos para dar la bienvenida al Niño Dios. Es el mensaje que nos comunican el árbol, el pesebre, la corona de Adviento, las luces que decoran nuestras casas.

 

El Salmo 145 expresa una sentida petición: “Ven, Señor, a salvarnos”, y luego describe cómo actúa el amor misericordioso de Dios en nuestras vidas, particularmente en las de aquellos más débiles y vulnerables, que son sus preferidos: “El Señor siempre es fiel a su palabra, y es quien hace justicia al oprimido; Él proporciona pan a los hambrientos y libera al cautivo”.

 

En su Carta, el apóstol Santiago expresa con elocuencia estos mismos sentimientos de preparación que marcan el tiempo litúrgico de Adviento: “Aguarden todos ustedes con paciencia y mantengan firme el ánimo, porque la venida del Señor está cerca”.

 

Los preparativos de la Navidad no pueden convertirse en una rutina que repetimos cada año. Recuperemos la capacidad de sorprendernos. Que Dios Padre haya querido que su Hijo asumiera nuestra condición humana es algo inimaginable, porque significaba despojarse de los atributos de la divinidad para someterse a las contingencias propias de nuestra naturaleza: la pobreza, las enfermedades, la discriminación, la persecución de los poderosos, la comparecencia ante unos tribunales que ya habían decidido cuál era la sentencia que querían aplicar. La rutina no debe anestesiarnos. Sentados frente al pesebre y el árbol, debemos expresar nuestro agradecimiento porque la presencia del Verbo Encarnado en medio de nosotros cambió nuestra suerte.

 

Vayamos, finalmente, al texto del evangelista Mateo. El escenario ideal de una humanidad transformada, descrito con siglos de anticipación por el profeta Isaías y el autor del Salmo 145, se ha hecho realidad. Ya no resuena una promesa. Hay hechos contundentes que testifican que se trata de un nuevo comienzo, una nueva creación: “Vayan a contar a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de la lepra, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el evangelio”. Estos hechos que enmarcan el comienzo de la vida apostólica de Jesús, permanecerán constantes a lo largo de todo su ministerio. Jesús viene a salvar al hombre integral: toca las mentes y corazones de quienes lo escuchaban, y transformaba sus vidas. Era una liberación integral: del pecado y de la ignorancia, y también de los males físicos que los aquejaban.

 

En el mandato evangelizador que el Señor resucitado da a sus discípulos, y en ellos a la Iglesia universal, pide continuar anunciando el Evangelio de la vida, que no consiste en la proclamación de una doctrina y de unas normas morales. La Iglesia debe continuar dando testimonio del amor misericordioso de Dios, que sale al encuentro de todas las miserias humanas.

 

Si analizamos las cifras que nos presentan los economistas, veríamos que la humanidad tiene los recursos para evitar que los niños mueran de desnutrición, y sería posible ofrecer los servicios básicos de salud. Pero quienes tienen poder de decisión carecen del sentido de la solidaridad y de la justicia; y estos dineros se van para la guerra, o terminan en los bolsillos de los corruptos. Somos insensibles ante el dolor de los hermanos.

 

Es hora de terminar nuestra meditación dominical de Adviento. Todas las lecturas nos comunican un mensaje de alegría porque está cerca nuestra salvación. Preparémonos interiormente para acoger al Salvador del mundo.


Escribir comentario

Comentarios: 0