El juicio final, un escenario sobrecogedor

 Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.

 

Lecturas:

  • II Libro de los Macabeos 7, 1-2. 9-14
  • II Carta de san Pablo a los Tesalonicenses 2, 16—3,5
  • Lucas 20, 27-38

La temática de la muerte siempre ha estado presente en la historia de la humanidad. Los antropólogos han hallado evidencias del culto a los muertos en los asentamientos humanos de los tiempos más remotos. La última morada de los difuntos estaba decorada; junto a su cadáver se depositaban algunos de sus objetos personales y alimento, como si fueran a emprender un largo viaje. Las máximas expresiones de esta cultura funeraria las encontramos en el antiguo Egipto, con sus extraordinarias pirámides y necrópolis. Cuando un nuevo Faraón ascendía al trono, inmediatamente empezaban los trabajos de su tumba.

El evangelista Lucas utiliza imágenes de destrucción: “Llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”. Y a continuación describe la destrucción causada por las fuerzas de la naturaleza y por los enfrentamientos humanos.

 

La Iglesia nos enseña que la adecuada comprensión de la Biblia exige tener en cuenta los géneros literarios. No podemos hacer una lectura ingenua de la Biblia tomando al pie de la letra cada una de sus expresiones, como lo hacen algunos grupos fundamentalistas que, por una visión miope de los textos sagrados, se enfrentan absurdamente con hechos irrefutables de la ciencia. En las lecturas de este domingo, domina el género literario llamado apocalíptico que, a través de escenarios impresionantes, quiere comunicarnos la solemnidad de esta segunda venida del Señor como Juez del universo. Ahora bien, teniendo en cuenta que el nombre de Dios es misericordia, como nos lo recuerda el Papa Francisco, este encuentro solemne no será algo amenazante, sino el abrazo definitivo con la plenitud del amor.

 

Después de esta reflexión introductoria sobre el lenguaje utilizado por el profeta Malaquías y el evangelista Lucas para referirse al final de los tiempos, los invito a hacernos una pregunta: ¿De vez en cuando pensamos en estas realidades futuras o simplemente las ignoramos? Cuando reflexionamos sobre este tema, identificamos dos actitudes extremas, que consideramos equivocadas:

  • Por una parte, están las grandes mayorías, que tienen su mirada puesta en el presente, y lo hacen por diversos motivos: Unos están anclados en el presente porque están atrapados por unas condiciones de vida tan duras de pobreza y exclusión social, que su única aspiración es sobrevivir ellos y sus familias; el día a día es tan retador que no tienen energías para mirar hacia adelante, y más cuando se habla de un futuro relacionado con el fin de la historia cuya significación se les escapa.
  • Otros están anclados en el presente como consecuencia de su visión materialista de la vida; al negar la trascendencia del ser humano, lo único real que les queda es el momento presente y las satisfacciones que éste les puede proporcionar.
  • Por otra parte, hay un pequeño grupo de fanáticos religiosos, agrupados bajo diversas denominaciones y movimientos, a quienes angustia esta visión del Juicio Final, que consideran inminente. Esta convicción los conduce a desentenderse del presente, abandonando el cuidado de los asuntos básicos de la vida en comunidad (salud, educación, infraestructura que mejore la calidad de vida, etc.) No emprenden ningún proyecto de transformación social, porque el fin del mundo está cerca.

 

Para los que creemos en Jesucristo, son inaceptables estas dos posiciones extremas: Rechazamos la actitud de quienes solo se preocupan por el presente. Igualmente rechazamos la posición alarmista de quienes ven señales de la cercanía del fin del mundo por todas partes y por ello descuidan sus responsabilidades presentes respecto al cuidado de la casa común. Frente a estas dos actitudes, ¿cuál debería ser la respuesta de los creyentes?

 

Debemos asumir responsablemente la misión que el Señor nos ha dado aquí y ahora como miembros de una familia, como ciudadanos, como bautizados. Este compromiso con el aquí y el ahora lo asumimos con los ojos puestos en el encuentro definitivo con Dios. Esta articulación constante del presente y del futuro nos da una conciencia de peregrinos que caminamos hacia la Casa de nuestro Padre común. Sin instalarnos, sin distraernos en el camino. Nuestra existencia terrena está marcada por la provisionalidad.

 

No peregrinamos solos. Lo hacemos como pueblo de Dios. De ahí que la solidaridad sea un componente esencial, no solo de nuestra naturaleza humana, sino también de la historia de salvación. Mediante el bautismo entramos a formar parte de la comunidad eclesial; en la comunidad escuchamos la Palabra, oramos, compartimos el Pan de Vida. Jesucristo nos enseñó que son inseparables el amor a Dios y el amor a los hermanos. En estos dos mandamientos está resumida nuestra ruta como creyentes.

 

El sentido de la solidaridad, que es mucho más exigente que la simple filantropía, se concreta en una Ética del Cuidado, que se expresa en la lucha por la justicia, el respeto y promoción de los derechos humanos, la preocupación por los pobres, el cuidado de la casa común.

 

El Dios del amor nos ha concedido el don de la vida para que llevemos a cabo una misión concreta. Para ello nos ha dado unas cualidades y talentos que debemos administrar responsablemente, y dar cuenta de su uso. A través del discernimiento debemos descubrir cuál es esa misión y asumirla con entusiasmo. Una vida en armonía con el plan de Dios es fuente de felicidad; por el contrario, una vida en función de nuestros intereses egoístas nos hará sentir profundamente infelices y vacíos.

 

Que estos textos del profeta Malaquías y del evangelista Lucas sobre el Juicio Final nos motiven a asumir con pasión nuestra tarea de anunciar la Buena Noticia de Jesucristo, de manera que contribuyamos a hacer realidad lo que pedimos en el Padrenuestro: “Venga a nosotros tu Reino”.

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